Soñaba con volar, con ver el mar, con conocer tantos sitios
como días tiene el año y retratarlo todo con sus manos. Quería vestirse de
colores, sonreír todos los días y pintar los domingos con alegres colores.
Conoció mares, sueños, amores. Corrió por demasiadas calles, voló alguna que
otra noche. Era mitad gato mitad niña. Arañaba cuándo apretaban su corazón, y
sonreía cuando le acariciaban la cabeza. Había creado historias de mujeres que
tocaban el piano para recordar que estaban vivas, hombres con sombreros grises
que sólo deseaban robar el tiempo. Al final voló, voló más que nunca y se
perdió por calles desconocidas imaginando su vida en ellas. Saltando por la
acera, contando las baldosas y dejando migas de ilusión por si no encontraba el
camino de regreso. En las horas de silencio del metro que coge cada mañana
repasa mentalmente las veces que rió, soñó, y fue capaz de traspasar la barrera
del tiempo. Esos momentos de pura felicidad, la de los cielos azules y los ojos
brillantes. Aunque algunos días se haya deshecho en lágrimas como la magdalena
del desayuno, la mayoría ha reído tan fuerte que ha alertado a todo el
vecindario. Ha colocado anuncios en las calles que dicen lo siguiente: Si
sueñas muy muy fuerte, se cumplirán todos tus sueños. Ella sabía que eso era
así, y que nadie podría con ella. Aunque el fondo de su corazón estaba gris, el
resto eran globos de colores que no paraban de volar por el cielo. Y lo más
importante de todo, tenía un compañero de viajes. Con él había hecho dos vuelos
en avión y otros mil cien en la cama. El le había transmitido su secreto de los
viajes en el tiempo, secreto que había pasado de generación en generación.
Habían conquistado millones de calles, las últimas en Málaga. Estaba
dispuesto a colocar por las calles pegatinas con mensajes con lo siguiente :
"Sonríe, princesa" "Meet me in Montauk".. Ella no creía que
quedara nadie así en el mundo. Así que le prometió lo siguiente en silencio
mirándole a los ojos: Me voy a quedar contigo para siempre. Vaya par de locos,
soñadores que odian los relojes, viajeros infinitos sin moverse del sitio,
excursionistas que vuelan en teleférico, adictos al café y a la felicidad.
Adictos al sonido del mar, a las noches estrelladas, a los sofás de Ikea, a las
postales y al presente. A sus besos y abrazos, los más bonitos del mundo. A
conquistar el cielo desde las azoteas cuándo nada importa más que sus sueños.