Fue el día en que decidió cambiar el colacao por el café, el
que se apuntó a la academia de inglés, el que dejó el té de las 5 por el mojito
de las 8, el día que cambió el segundo vagón del metro por el décimo asiento
del bus; fue ese día el día en que todo cambió, en el que ella decidió cambiar,
en el que, al fin, su mundo cambió. Tenía que rehacerlo todo, cambiarlo, darle
vueltas, tirar algunas cosas, comprar otras nuevas. Tenía que deshacerse de
todo aquello que la recordara a él, era la única forma de volver a empezar. Así
que tiró aquel regaló que le había comprado por su aniversario y que nunca
llegó a darle; y se compró los tacones más altos de la tienda de la calle Jorge
Juan. Se deshizo de aquel viejo libro de poemas que en realidad nunca le había
gustado; y se fue al cine a ver una película de acción de esas que hace años
que no veía, de las que te dan un vuelco al corazón. Además, cambió la vieja
eléctrica que él se había dejado en casa por un ukelele como el de Audrey en
Desayuno con diamantes y decidió que su desordenada cabeza merecía un descanso
en las playas mediterráneas.
Entre todo este alboroto de cambios, ese día también fue el
que decidió que nunca más nadie la haría daño. Que no se volvería a dejar
engañar. Que ahora la tocaba a ella ser feliz. Fue ese mismo día en el que se
prometió a sí misma no volver a enamorarse (que eso dolía demasiado).
Y fue ese mismo día cuando se tropezó con el chico más
maravilloso de toda la plaza San Marcos, el mismo chico que más tarde rompería
todas sus reglas y destrozaría todas sus cuadrículas para hacerla creer en un
amor sin límites y sin daños colaterales.
¿Será que el destino siempre nos tiene algo preparado?