Nosotros éramos lluvia, éramos mar, infinitos, como el
tiempo. Yo me hundía en tu mirada inabarcable cuando la aurora traía certezas
para espantar soledades. Tú tenías el corazón en un puño y las flores en un
ramo. Flores para mí. Y poemas, me escribías poemas y todo ardía a nuestro
paso, nos devoraba, nos sumía en el más intenso vacío. Y entonces tú me
abrazabas, como si no hubiera un mañana, como si nunca hubiera existido un
ayer. Me abrazabas y yo ya no me sentía tan sola, tan triste, tan devorada por
las llamas. No te hacía falta decir “Estoy loco por ti”, yo lo sabía.
Tú eras Berlín por las mañanas, frío a veces pero lleno de
rincones encantadores. Eras el de la mirada perdida, el que sonreía tímidamente
cada vez que me veía, el que creía que había perdido el amor pero lo llevaba
dentro. El que cambiaba los finales. Yo era París atardeciendo, cálida y repleta de amor, amor que quería regalarte, como se lo regalan los amantes frente a la Tour Eiffel. Yo era un fuego silencioso, la chica de los labios rotos y los agujeros en las medias. Era un beso bajo la lluvia y una canción de amor desdichado.
Y de repente, la nada, que era todo, que era tu mano recorriéndome la espalda. Nosotros bailando lejos de la vida. Un beso en blanco y negro en medio de cualquier calle. Nosotros en blanco y negro en una habitación de París. Nosotros en la vida, nosotros queriéndonos.
Después te fuiste, apagaste la luz, y dejaste un vacío inmenso. Nunca volviste a aparecer. Nadie supo más de ti.
Dime por qué te olvidaste de hablar mi idioma.