jueves, 15 de diciembre de 2011

amar sin medida


Nunca olvidaría las risas al salir del colegio, los pequeños saltos entre los charcos, cuando lo más importante en la vida era jugar. Quiso toda su vida mantener esa máxima. Jugar y hacer pequeñas promesas, correr cuando le apeteciera y soñar todo el tiempo. Atreverse a cada una de las cosas que pasaban por su cabeza. Saludar a los gatitos por la calle y dedicar sonrisas de dentífrico a desconocidos allá por donde pisara. Le gustaba hacer muecas burlonas en los espejos, a veces sonrisas alargadas y a veces muecas tristes. Había sido una niña toda su vida, incluso ahora lo seguía siendo. En sus armarios guardaba todo lo que encontraba: botones, cordones, horquillas, fotografías rotas, trozos de periódico, pulseras, tornillos, conchas de mar, sueños, cuentos, colores. Se acuerda que hace tiempo le regalaba todo lo que encontraba a alguien, y lo conservaba como si fueran tesoros. No encontro nunca más a nadie que compartiera esa ilusión con ella. Los tesoros pueden estar en todas partes, y no es necesario que reluzcan como el oro. Y algunos de esos tesoros eran las cartas que escribió sin destino, dirigidas a alguien que nunca había estado, ni existido. Dedicadas al amor que le acompañó, a esas noches en las que se quedó sin aliento odiando que llegara la mañana. El invierno le aguaba los sueños y el corazón y a veces llegaba a casa llorando (Se confundían las lágrimas con la lluvia). Amaba noviembre, y enero. En su vida todos los acontecimientos importantes habían sucedido en esos meses. En verano se tumbaba a mirar hacia el cielo, aunque echaba en falta alguna nube, el azul intenso la llegaba a cegar. Recordaba besos de sal, sin sal, entre el agua, soñados con agua de por medio y abrazos llenos de arena. Inmortalizando cada momento para nunca olvidarlo. Le gustaba el café, y tomarlo en buena compañía, aunque la soledad y un buen libro calmaban sus ansias de vivir aceleradamente. No le gustaba la prisa pero no sabía vivir con calma. Le gustaba la calma pero tenía la impresion de que se le escapan los segundos.. Odiaba a los hombres grises, y por eso ya nunca miraba el reloj, para qué. Había creado un lugar mágico, atemporal, donde los recuerdos cobraban vida y podían volver a ocurrir. Tenía magia en sus manos: la magia de los atardeceres, la de los besos fugaces de despedida, los abrazos intensos cuándo crees que se te escapa el alma por los pulmones, la de la última fila del cine, la de las declaraciones a voces, delante del mar o lejos de él, la magia de amar sin medida.