sábado, 5 de noviembre de 2011

Los besos de Carmen


Carmen tenía la extraña sensación de no ser ella quien controlaba su cuerpo, sus movimientos, sus impulsos, y sobre todo sus besos. Esos besos de alquiler que tan fácilmente vendía al primer desconocido que intercambiara con ella secretos de medianoche, a la primera persona que soñara con aprenderse de memoria su cuerpo con la yema de los dedos y se lo dijera en un susurro; regalaba sus besos a cambio de un cigarro nocturno o un tequila en el bar de la esquina. Carmen tenía una vida fácil, una vida sin sentimientos, sin prisas, sin amor pero llena de jadeos y orgasmos de madrugada. Y, aunque la gente pensara que esa era una vida muy triste, a ella no la iba tan mal. No lloraba por discutir con su novio, ni tenía que pensar en  planes para dos. Ella era libre y le gustaba serlo, y vivía feliz con su condición de pajarillo, y volaba, claro que volaba, aunque fuera en sueños. Y nadaba en su taza de leche con galletas por las mañanas. Y se ahogaba en la cerveza de las tardes. Y conseguía volver a flote en el amor de por las noches. Porque la vida de Carmen, igual que la de cualquiera, era eso, ahogarse y luchar por volver a la superficie, llorar dos días seguidos y reír tres, hacer el amor y la guerra (todo depende del día).