miércoles, 3 de agosto de 2011

Ella era especial


No le gustaban mucho las cosas obvias. Lo típico. El café por la mañana o las luces de Navidad. Tenía luces, claro que sí, pero las encendía en marzo. Le gustaban entonces, tan brillantes, enredadas al cabezero de su cama, y no antes ni después. Porque ni antes ni después la hacían feliz, aunque no supiera exactamente por qué.
Buscó toda su vida a alguien que también pusiera sus luces de Navidad en marzo. Y que no tomara café, al ser posible. Pero no lo encontró. La encontraron a ella, varias veces, pero al final nunca había suficientes cosas en común. Siempre salía lo obvio de alguna parte, y se espantaba tanto que corría hasta quedarse sin aliento. Porque lo obvio le recordaba a la muerte, tan obvia ella, tan evidente, y al final acababa por escapar para no sentir aquel nudo enorme en el estómago, aquel apretón que la hacía llorar algunas veces.
Ella era una teórica de la vida. No tomaba café pero si leche. Había descubierto la fórmula de la felicidad en los panecillos con mantequilla, pero sólo los tomaba en domingo. A veces apuntaba teoremas matemáticos en las servilletas, y se sorprendía al descubrir cómo aumentar la productividad del amor regándolo cada jueves por la mañana. Solía escribir sus fórmulas en una libreta, aunque algunas simplemente las olvidaba. No las aplicaba nunca, excepto la de los panecillos, porque eso de la práctica siempre se le había dado mal. En clase de gimnasia la aprobaban por pena. El chándal la sentaba fatal y no tenía ni idea de dar volteretas. Ella prefería la termodinámica y la fusión de los átomos de risa. ¿Sabes que si dejas le grifo de una bañera abierto durante una hora llenarías una piscina de peces de colores?
Era una teórica de la vida, y no le iba mal. A veces echaba de menos la acción, pero se conformaba. A fin de cuentas, mucha gente no llegaba siquiera a conocer cómo las cosas serían mejores. Ella al menos tenía eso. Sabía como mejorar el mundo, aunque no lo hiciera.